Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Hace treinta años el Papa Pablo VI publicó la carta encíclica Humanae Vitae, reafirmando la enseñanza constante de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad. Se trata, seguramente, de la intervención papa¡ más mal entendida de este siglo. Fue la chispa que dio inicio a tres décadas de duda y disenso entre muchos católicos, sobre todo en los países desarrollados. Sin embargo, con el paso del tiempo, ha resultado profético. Enseña la verdad. Por consiguiente, la finalidad de esta carta pastoral es sencilla.

Creo que el mensaje de la Humanae Vitae no es una carga, sino una fuente de alegría. Creo que esa encíclica brinda a los esposos la oportunidad de vivir un matrimonio más profundo y fecundo. Por eso, lo que pido a las familias de nuestra Iglesia local no es un respetuoso gesto de asentimiento ante un documento que los críticos desechan considerándolo irrelevante, sino un esfuerzo activo y constante de estudiar la Humanae Vitae, de enseñarla fielmente en nuestras parroquias y de animar a los esposos a vivirla.

El mundo desde 1968.

Tarde o temprano, todo pastor tiene que dar consejos a alguien que lucha contra alguna forma de adicción. De ordinario el problema suele ser el alcohol o las drogas. Y normalmente el escenario es el mismo. El adicto admite que tiene un problema, pero afirma que no es capaz de resolverlo. 0 no reconoce que tiene un problema, aunque la adicción esté destruyendo su salud y arruinando su trabajo y su familia. Por muchos razonamientos que haga el pastor, por más verdaderos y persuasivos que sean sus argumentos y por más que la situación represente un peligro para su vida, el adicto simplemente no logra, comprender, o no puede poner en práctica el consejo. La adicción, como un panel grueso de vidrio, separa al adicto de cualquier cosa y de cualquier persona que pueda ayudarle.

Un modo de comprender la historia de la Humanae Vitae consiste en examinar las últimas tres dé cada a través de esta comparación con la adicción. Creo que si al mundo industrializado le resulta difícil aceptar esta encíclica, no es por algún defecto de razonamiento de Pablo VI, sino más bien por las adicciones y contradicciones en que ha caído, precisamente como había advertido el Santo Padre.

Al presentar su encíclica, Pablo VI puso en guardia contra cuatro problemas principales (cf. n. 17) que surgirían si no se aceptaba la doctrina de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad.

Ante todo, advirtió que el uso generalizado de la anticoncepción llevaría "a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad". Y es exactamente lo que ha sucedido. Pocos se atreverían a negar que el índice de abortos, divorcios, hogares rotos, violencia sobre mujeres e hijos, enfermedades venéreas y nacimientos fuera del matrimonio, ha aumentado muchísimo desde la mitad de la década de 1960. Desde luego, la píldora anticonceptiva no ha sido el único factor de esta degeneración, pero ha desempeñado un papel importante. De hecho, la revolución cultural que comenzó en 1968, guiada, al menos en parte, por una nueva actitud ante el sexo, no hubiera sido posible o no se hubiera podido mantener sin un fácil acceso a una anticoncepción segura. En esto Pablo VI tuvo razón.

En segundo lugar, advirtió que el hombre perdería el respeto a la mujer "sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico", hasta el punto de considerarla "como simple instrumento de goce egoísta y no como acompañera, respetada y amada". En otras palabras, según el Papa la anticoncepción podía presentarse como medio de liberación para las mujeres, pero en realidad los "beneficiarios" de las píldoras y de los medios anticonceptivos serían los hombres.

Tres décadas después, exactamente como había predicho Pablo VI, la anticoncepción ha liberado a los hombres, en un nivel sin precedentes en la historia,de la responsabilidad por sus agresiones sexuales. En ese proceso, uno de los aspectos más irónicos del debate de la pasada generación sobre la anticoncepción fue el siguiente: muchas feministas atacaron a la Iglesia católica por su presunta falta de aprecio de las mujeres, pero en la Humanae Vitae la iglesia identificó y rechazó la explotación sexual de la mujer años antes de que entrara a formar parte de la corriente cultural principal. Una vez más, Pablo VI tuvo razón.

En tercer lugar, el Santo Padre advirtió que el uso generalizado de la anticoncepción pondría "un arma peligrosa en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales". Como hemos podido descubrir desde entonces, la eugenética no desapareció en 1945 con las teorías raciales nazis. Las políticas de control demográfico son ahora parte integrante de casi todos los debates sobre las ayudas a los países extranjeros. La masiva exportación de anticonceptivos, de la práctica del aborto y de la esterilización desde el mundo industrializado hacia los países en vías de desarrollo a menudo como requisito esencial para enviar ayudas en dólares, y en directa contradicción con las tradiciones morales locales, no es más que una forma más o menos encubierta de guerra contra la población y de cambio cultural. También en esto Pablo VI tenía razón.

En cuarto lugar, el Papa Pablo VI advirtió que la anticoncepción llevaría a los seres humanos a creer erróneamente que tienen un señorío ilimitado sobre su cuerpo, transformando inevitablemente a la persona humana en objeto de su propia fuerza intrusa.

Aquí radica otro aspecto irónico: un feminismo exagerado, refugiándose en la falsa libertad que ofrecen la anticoncepción y el aborto, ha contribuido activamente a la deshumanización de la mujer. El hombre y la mujer participan de modo singular en la gloria de Dios a través de su capacidad de crear, junto con él, una nueva vida. Sin embargo, en la base de la anticoncepción está la suposición de que la fertilidad es una infección que se ha de combatir y controlar de la misma manera que se ataca a las bacterias con los antibióticos. En esta actitud se pone de manifiesto también el, nexo orgánico entre anticoncepción y aborto. Si la fertilidad puede ser presentada, de forma incorrecta, como una infección que es preciso combatir, entonces es posible hacer lo mismo con una nueva vida. En ambos casos uno de los aspectos característicos de la identidad de la mujer, o sea, su capacidad de gestar una nueva vida, es presentada como una debilidad, que exige una vigilante desconfianza y un tratamiento. La mujer se convierte en objeto de los instrumentos con los que pretende asegurar su propia liberación y defensa, mientras el hombre no comparte esa carga. Una vez más Pablo VI tenía razón.

De este último argumento del Santo Padre han resultado muchas otras cosas: la fecundación "in vitro", la clonación, la manipulación genética y los experimentos sobre embriones, todos ellos derivados de la técnica anticonceptivo. En efecto, hemos subestimado, drásticamente y con ingenuidad, los efectos de la técnica no sólo sobre la sociedad, sino también sobre nuestra identidad humana interior.

Como observó Neil Postman, los cambios tecnológicos no son aditivos, sino ecológicos. Una nueva tecnología importante no "añade" algo a la sociedad, sino que lo cambia todo, como una gota de tinta roja que no se queda aislada en un vaso de agua, sino que colora y cambia todas las moléculas del líquido. Las técnicas anticonceptivas, precisamente por su impacto sobre la intimidad sexual, han trastocado nuestro modo de entender los fines de la sexualidad, de la fertilidad e incluso del matrimonio. Los ha separado de la identidad natural y orgánica de la persona humana y ha alterado la ecología de las relaciones humanas. Ha confundido nuestro vocabulario sobre el amor, precisamente como el orgullo confundió el vocabulario de Babel.

Ahora debemos sufrir cada día las consecuencias. Estoy escribiendo estas reflexiones en una semana de julio en que, día tras día, los medios de comunicación nos han informado de que casi el 14% de la población del Estado de Colorado es o ha sido adicto al alcohol o a drogas; de que una comisión del gobernador ha elogiado el matrimonio y, al mismo tiempo, ha recomendado medidas que lo destruirían en el Estado, atribuyendo los mismo derechos y responsabilidades a los que viven "uniones de hecho", incluidos los homosexuales; y de que una pareja joven de la costa oriental ha sido condenada por haber matado brutalmente a su hijo recién nacido. Según los informativos, uno de los padres jóvenes no casados, o ambos, "golpearon el cráneo del recién nacido mientras aún estaba vivo y luego lo dejaron morir con el cuerpo golpeado en un basurero". Estos son los titulares de primera página de una cultura gravemente enferma. La sociedad estadounidense se está arruinando con problemas de identidad sexual y comportamientos desviados, con la destrucción de la familia y una degeneración general de la actitud ante el carácter sagrado de la vida humana. Para todos, salvo para los adictos, es evidente que tenemos un problema. Nos están matando como pueblo. Así pues, ¿qué vamos a hacer al respecto?

Yo quiero subrayar que, si Pablo VI tenía razón sobre tantas consecuencias derivadas de la anticoncepción, es porque tenía razón sobre la anticoncepción en sí misma. Tratando de volver a ser íntegros como personas y como pueblo de fe, debemos comenzar por volver a leerla Humanae Vitae con corazón abierto. Jesús dijo que la verdad nos haría libres. La Humanae Vitae tiene mucha verdad. Es, por tanto, una clave para nuestra libertad.

Lo que dice realmente la " Humanae Vitae"

Tal vez uno de los fallos al comunicar el mensaje de la Humanae Vitae en los últimos treinta años ha sido el lenguaje utilizado al explicarla. Los deberes y las responsabilidades de la vida matrimonial son numerosos y también serios. Deben ser previamente considerados con esmero y en oración. Sin embargo, pocas parejas entienden su amor desde el punto de vista de la teología tradicional. Mas bien, "se enamoran" (literalmente "caen en amor", "they fall in love"). Es el vocabulario que usan. Es sencillo y revelador. Estas personas se rinden una a otra. Caen una en otra para poseerse plenamente y esto está bien. En el amor conyugal, Dios desea que los cónyuges encuentren gozo y placer, esperanza y vida abundante, uno en otro y uno a través del otro, de modo que el marido y la mujer, sus hijos y cuantos los conocen puedan ser estrechados más profundamente en el abrazo de Dios.

En consecuencia, al presentar la naturaleza del matrimonio cristiano a una nueva generación, debemos expresar las plenas satisfacciones que ofrece, al menos tan bien como sus deberes. La actitud católica frente a la sexualidad de ninguna manera es puritana, represiva o anticarnal. Dios creó el mundo y modeló a la persona humana a su imagen. Por tanto, el cuerpo es bueno. En efecto, para mí ha sido a menudo motivo de gran hilaridad escuchar de incógnito a personas que se lamentaban de la presunta "sexualidad reprimida" de la doctrina moral católica y, al mismo tiempo, del número excesivo de miembros de muchas buenas familias católicas (pero, podríamos preguntarles: ¿de dónde creen que vienen los niños?). El matrimonio católico, exactamente como Jesús mismo, no tiene nada que ver con la escasez, sino con la abundancia. No tiene nada que ver con la esterilidad, sino más bien con la fecundidad, que brota del amor unitivo y procreador. El amor conyugal de los católicos implica siempre la posibilidad de nueva vida y, precisamente por esto, libera de la soledad y asegura el futuro. Y, dado que asegura el futuro, se convierte en un caso de esperanza en un mundo propenso a la desesperación. En efecto, el matrimonio católico es atractivo porque es auténtico. Está diseñado para criaturas como nosotros, hechos para la comunión. Los esposos se completan mutuamente. Cuando Dios une a un hombre y a una mujer en el matrimonio, crean, junto con él, una nueva totalidad: una pertenencia tan real, tan concreta, que una nueva vida, un hijo, es su expresión natural y su sello. Esto es lo que quiere decir la Iglesia cuando enseña que el amor conyugal católico es, por su naturaleza, tanto unitivo como procreador, y no solo unitivo o procreador.

Pero, ¿porqué los esposos no pueden simplemente elegir el aspecto unitivo del matrimonio y bloquear temporalmente, o incluso evitar permanentemente, su aspecto procreador? La respuesta es tan sencilla y radical como el Evangelio. Cuando los esposos se entregan honesta e íntegramente uno al otro, como la naturaleza del amor conyugal implica e incluso exige, este acto debe incluir todo su ser, y la parte más íntima y poderosa de cada persona es su fertilidad. La anticoncepción no sólo niega esta fertilidad y atenta contra la procreación, sino que, al hacer esto, necesariamente daña también la unidad. Es como si los esposos dijeran: "Te daré todo mí ser, excepto mi fertilidad; aceptaré todo tu ser, excepto tu fertilidad" Este negarse, inevitablemente aísla y divide a los esposos, y deshace la santa amistad que los une... tal vez no inmediata y abiertamente, pero sí de forma profunda y, a largo plazo, a menudo de modo fatal para el matrimonio,

Por este motivo la Iglesia no es contraria a la anticoncepción "artificial". Es contraria a toda anticoncepción. La noción de "artificial" no tiene nada que ver con la cuestión. De hecho, tiende a confundir el debate, como si éste se refiriera a una intrusión mecánica en el sistema orgánico del cuerpo humano. Y no es así. La Iglesia no tiene problemas con la ciencia cuando interviene de forma correcta para curar o mejorar la salud corporal. Más bien, enseña que toda anticoncepción es moralmente ilícita, y no sólo ilícita, sino también gravemente ilícita. La alianza que el marido y la mujer sellan al casarse exige que todo acto conyugal permanezca abierto a la transmisión de nueva vida. Llegar a ser una sola carne significa precisamente esto: una entrega completa, sin reservas o excepciones, precisamente como Cristo se entregó totalmente a su esposa, la Iglesia, al morir por ella en la cruz. Cualquier interferencia intencional contra la naturaleza procreadora del acto conyugal implica necesariamente por parte de cada cónyuge negar algo de sí al otro y a Dios, que es su consorte en el amor sacramental. En efecto, de ese modo, los esposos roban algo infinitamente precioso o sea, ellos mismos, al otro y a su Creador.

Por este motivo la regulación natural de la natalidad difiere de la anticoncepción no sólo en la forma, sino también en la sustancia moral como medio para regular los nacimientos. La regulación natural de la natalidad no es anticoncepción. Más bien es un método que implica la conciencia y el aprecio de la fertilidad. Representa un enfoque completamente diverso al de la anticoncepción. La regulación natural de la natalidad no hace nada para atentar contra la fertilidad, para negar la entrega del cónyuge y para bloquear la naturaleza procreadora del acto conyugal. La alianza matrimonial exige que cada acto conyugal sea un acto de plena entrega y, por tanto, abierto a la posibilidad de nueva vida. Con todo, cuando, por buenos motivos, los esposos limitan sus relaciones a los períodos naturales de infertilidad de la esposa durante un mes, observan simplemente un ciclo que: Dios mismo ha creado en la mujer. No lo alteran. Por tanto, viven de acuerdo con la ley del amor de Dios.

La regulación natural de la natalidad produce, ciertamente, numerosos y admirables beneficios. La mujer evita sustancias químicas o aparatos intrusos, y mantiene su ciclo natural. El marido participa en la regulación y en la responsabilidad que este método implica. Ambos logran un grado mayor de auto dominio y de respeto recíproco. Es verdad que la regulación natural de la natalidad implica sacrificios y abstinencia sexual periódica. A veces puede ser un camino difícil, pero por otra parte lo es cualquier vida cristiana seria, sea sacerdotal, consagrada, célibe o conyugal. Además, la experiencia de decenas de miles de matrimonios ha demostrado que, si se vive con generosidad y fervor, la regulación natural de la natalidad hace más profundo y rico el matrimonio, y promueve una mayor intimidad y una alegría más grande.

En el Antiguo Testamento, Dios dijo a nuestros primeros padres que fueran fecundos y se multiplicaran (cf. Gén.1,28). Les dijo que escogieran la vida (cf. Dt.30,19). Envió a su Hijo Jesús a traernos la vida en abundancia (cf. Jn.10,10) y a recordarnos que su yugo es ligero (cf. Mt. 11,30). Por tanto, sospecho que en el centro de la ambivalencia católica con respecto a la Humanae Vitae no hay una crisis de la sexualidad, de la autoridad de la Iglesia o de la importancia moral, sino más bien una cuestión de fe: ¿ Creemos realmente en la bondad de Dios? La Iglesia habla en nombre de su Esposo, Jesucristo, y los creyentes naturalmente escuchan con deseos de saber.

Ella indica a los matrimonios el camino del amor duradero y la cultura de la vida. Treinta años de historia muestran las consecuencias de una opción diversa.

Lo que debemos hacer.

Deseo expresar mi gratitud a los numerosos matrimonios que ya viven de acuerdo con el mensaje de la Humanae Vitae en su vida conyugal. Su fidelidad a la verdad santifica a sus familias y a toda nuestra comunidad de fe. Doy gracias, en especial, a los matrimonios que enseñan los métodos de regulación natural de la natalidad y promueven en los demás una paternidad y maternidad responsables, inspirados en la doctrina de la Iglesia. Su labor a menudo pasa desapercibida o es despreciada, pero son los grandes defensores de la vida en una época de confusión.

Deseo también ofrecer mis oraciones y mi aliento a los matrimonios que llevan la cruz de la infertilidad. En una sociedad que tiende a menudo a evitar los niños, llevan la carga del deseo de tener hijos sin poderlos tener. Toda oración es escuchada y todos los sufrimientos presentados al Señor dan fruto en alguna forma de nueva vida. Animo a estos matrimonios a tomar en cuenta la posibilidad de adoptar niños y los invito a recordar que un buen fin nunca puede justificar un medio ilícito. Todas las técnicas que, tanto para evitar como para favorecer un embarazo, separan los aspectos unitivo y procredor del matrimonio siempre son ilícitas. Las técnicas de procreación que transforman los embriones en objetos y sustituyen mecánicamente el abrazo de amor entre marido y mujer violan la dignidad humana y tratan la vida como un producto. Independientemente de que sus intenciones sean buenas, estas técnicas promueven la peligrosa tendencia a reducir la vida humana a material que se puede manipular.

Nunca es demasiado tarde para volver nuestro corazón a Dios. No nos falta la fuerza. Podemos influir en la cultura de nuestro entorno testimoniando la verdad sobre el amor y la fidelidad conyugales. En diciembre del año pasado, en una carta pastoral titulada "La buena nueva de la gran alegría", afronté el tema de la importante vocación evangelizadora que tiene todo católico. Todos somos misioneros. América en la década de 1990, con su cultura de sexualidad desordenada, de matrimonios rotos y de familias disgregadas, necesita con urgencia el Evangelio. Como ha escrito el Papa Juan Pablo II en su exhortación apostólica Familiaris consorcio sobre la familia, los matrimonios y las familias desempeñan un papel importante en testimoniar a Jesucristo unos a otros y a la cultura de su entorno (cf. nn. 49-50)

En esta perspectiva, pido a los matrimonios de la arquidiócesis que lean la Humanae vitae y la Familiaris consortio y otros documentos eclesiales que subrayan la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la sexualidad, que los comenten y que oren. Muchos matrimonios, al desconocer la admirable sabiduría contenida en esos documentos, se han privado de un buen apoyo para su amor recíproco. Animo en particular a los matrimonios a hacer un examen de conciencia sobre la anticoncepción y les pido que recuerden que la "conciencia" es mucho más que una cuestión de preferencia personal. Nos exige investigar y comprender la enseñanza de la Iglesia, y esforzarnos honradamente por adecuar a ella nuestro corazón. Los invito a recibir la reconciliación sacramental por las veces que hayan caído en la anticoncepción. La sexualidad desordenada es la adicción dominante en la sociedad estadounidense en estos últimos años del siglo. Directa o indirectamente, nos afecta a todos. En consecuencia, para muchos, esta enseñanza puede ser un mensaje difícil de aceptar. Sin embargo, no hay que desalentarse. Cada uno de nosotros es pecador. Cada uno de nosotros es amado por Dios. Independientemente de la frecuencia con que caigamos, Dios nos librará, si nos arrepentimos y le pedimos su gracia para hacer su voluntad.

Pido a mis hermanos en el sacerdocio que examinen sus prácticas pastorales, para poder tener la seguridad de que están presentando con fidelidad y convicción la enseñanza de la Iglesia sobre estas cuestiones en toda su labor parroquial. Nuestro pueblo merece conocer la verdad sobre la sexualidad humana y sobre la dignidad del matrimonio. Para hacerlo, pido a los pastores que lean y pongan en práctica el Vademécum para los confesores sobra algunos temas de moral conyugal, y que estudien la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la regulación de la natalidad. Los invito a nombrar coordinadores parroquiales para facilitar la presentación de la doctrina católica sobre el amor conyugal y sobre la regulación de la natalidad, especialmente sobre la regulación natural de la natalidad. La anticoncepción es una cuestión muy seria. Los matrimonios necesitan buenos consejos de la Iglesia para tomar decisiones correctas. La mayor parte de los matrimonios católicos aceptan la guía de sus sacerdotes, y éstos no deberían nunca sentirse asustados por su compromiso pastoral de celibato o desconcertados ante la doctrina de la Iglesia. Sentirse desconcertados ante la doctrina de la Iglesia significa estarlo ante la doctrina de Cristo. La experiencia pastoral y el consejo de un sacerdote son valiosos en cuestiones como la anticoncepción precisamente porque brinda nuevas perspectivas a un matrimonio y habla en nombre de toda la Iglesia. Además, la fidelidad que un sacerdote muestra a su propia vocación impulsa a los matrimonios a vivir más fielmente su vocación.

En calidad de arzobispo, me comprometo a mí mismo, y a mi personal, a ayudar a mis hermanos en el sacerdocio, a los diáconos y a sus colaboradores laicos, a presentar toda la enseñanza de la Iglesia sobre el amor conyugal y sobre la regulación de la natalidad. Debo al clero de nuestra Iglesia local y a sus colaboradores, especialmente a los numerosos catequistas comprometidos en las parroquias mucha gratitud por el admirable trabajo que ya han realizado en este campo. Deseo asegurar que los cursos sobre el amor conyugal y sobre la regulación de la natalidad estén disponibles habitualmente para un número cada vez mayor de gente de la arquidiócesis, y que nuestros sacerdotes y diáconos reciban una formación más amplia en los aspectos teológicos y pastorales de esas cuestiones. Invito, de modo especial a nuestras oficinas de evangelización y catequesis, de matrimonio y vida familiar, de escuelas católicas, de jóvenes, adultos jóvenes y capellanes universitarios; y de rito de iniciación cristiana para adultos, a desarrollar modos concretos de presentar mejor la enseñanza de la Iglesia sobre el amor conyugal a nuestro pueblo y de exigir una instrucción adecuada sobre la regulación natural de la natalidad corno parte de los programas de preparación al matrimonio en la arquidiócesis.

Dos puntos, para terminar. En primer lugar, la cuestión de la anticoncepción no es periférico, sino ,central y sería para el camino del católico con Dios. Si se utiliza consciente y libremente, es un pecado grave porque altera la esencia del matrimonio: el amor generoso que, por su misma naturaleza, da vida. Separa lo que Dios ha creado como una totalidad: el significado unitivo del sexo (amor) y el significado dador de vida del sexo (procreación). Además del precio que pagan los mismos matrimonios, la anticoncepción ha provocado también un daño grave a la sociedad en general: inicialmente provocando una separación entre amor y procreación de hijos; y luego, entre sexo (o sea, sexo por placer, sin un compromiso permanente) y amor.

A pesar de ello, y éste es el segundo punto, sería preciso enseñar la verdad siempre con paciencia y compasión, y también con firmeza. La sociedad estadounidense tiene la peculiaridad de oscilar entre el puritanismo y el libertinaje. Las dos generaciones la mía y la de mis profesores, que antes encabezaban el disenso con respecto a la encíclica de Pablo VI en este país, son generaciones que aún reaccionan contra el rigorismo católico estadounidense de la década de 1950. Ese rigorismo, en gran parte fruto de una cultura, y no de una doctrina, está ya superado. Sin embargo, la actitud de escepticismo permanece. Al tratar con esas personas, nuestra tarea debe consistir en hacer que su desconfianza se vuelva hacia aquello a lo que pertenece: hacia las mentiras que el mundo cuenta sobre el significado de la sexualidad humana y las patologías que esas mentiras esconden.

Por último, tenemos una oportunidad que sólo se presenta una vez en muchas décadas. Hace treinta años, Pablo VI afirmó la verdad sobre el amor conyugal. Al hacerlo, desencadenó una lucha en el interior de la Iglesia, que sigue aún hoy marcando la vida católica estadounidense. El disenso selectivo con respecto a la Humanae vitae ha alimentado rápidamente otro, más amplio, con respecto a la autoridad de la Iglesia y ha provocado ataques a su misma credibilidad. La ironía es que las personas que rechazaron la enseñanza eclesial de la década de 1960 descubrieron pronto que habían alterado su capacidad de transmitir algo a sus hijos. En consecuencia, la Iglesia ahora debe evangelizar un mundo compuesto por los hijos de sus hijos: adolescentes y adultos jóvenes que han crecido en la confusión Moral, a menudo inconscientes de su propio patrimonio moral, anhelantes de sentido, de comunidad y de un amor que tenga una sustancia real.

A causa de sus desafíos, este momento es nuevo e importantísimo para la Iglesia. Lo bueno es que la Iglesia hoy, como en cualquier otra época, posee las respuestas para colmarlos espacios vacíos creados por Dios en sus corazones.

Por eso mi oración es sencilla: que el Señor nos conceda la sabiduría para reconocer el gran tesoro que se encierra en nuestra doctrina sobre el amor conyugal y sobre la sexualidad humana, la fe, la alegría y la perseverancia para vivirla en nuestras familias y el valor, que Pablo VI tuvo, para predicarla de nuevo.

Denver, 22 de julio de 1998.

Mons. Charles J. CHAPUT, o.f.m.,cap. Arzobispo de Denver.